

La vida religiosa en el norte de África fue, durante siglos, una amalgama de creencias: algunas de las tradiciones de los egipcios, fenicios, griegos y romanos fueron asimiladas por la población bereber, dejando su impronta en el Mágreb.
Los bereberes basaban sus cultos en todo lo que les rodeaba: la naturaleza, los astros, animales, agua, entornos rocosos, etc. Muchos cuentos reflejan hasta hoy en día la importancia del entorno, como el mito del arco iris, el cual es conocido como la “novia de la lluvia” o la “novia del cielo”.
El sol y la luna, por ejemplo, además de marcar el paso del tiempo, influían en los ciclos agrícolas. El agua, considerada fuente de vida, se usaba también para prácticas adivinatorias: se observaba su color, sus movimientos o las ondas que formaba para buscar respuestas. La tierra, por su parte, era utilizada en rituales en los que se leía el destino a través del suelo, uso muy extendido en el norte de África ya desde el siglo XII.
En este contexto, las cuevas desempeñaron un papel muy importante como espacios sagrados. En ellas se realizaban ofrendas con el fin de obtener favores, como la curación de enfermedades, la protección frente a males o la fertilidad. Estos cultos, aunque previos a la llegada del islam, continuaron en algunos casos tras la islamización. La pervivencia de estos, integrados como prácticas cotidianas, va a evidenciar la profunda huella que estas creencias han dejado en la religiosidad popular magrebí.
Cristina Franco Vázquez
IEMYRhd—Universidad de Salamanca